Ahora que podemos hacer un recuento de bajas después del confinamiento y que nos vemos inmersas en una crisis económica sin precedentes, con todo su alarmismo y recorte de derechos anunciando nuestro infausto destino, es cuando nos damos cuenta de la que se nos viene encima a las mujeres.
Mucho ha llovido desde que el relator especial sobre pobreza extrema y derechos humanos de la ONU, Phillip Alston, dijera que España es un país rico donde la pobreza es generalizada, donde las más vulnerables eran las mujeres, sobre todo las víctimas de violencia de género y las que trabajaban en la limpieza doméstica, allá por febrero de 2020. Desde entonces nos ha llovido una pandemia, concretamente. E inherente a ella, o como resultado de ella, o como necesidad natural del sistema y los más poderosos de llenar sus ya cedidos y rebosados estómagos de la sangre de los de abajo, la consabida crisis que llevan anunciándonos desde el primer día de confinamiento. Hecho que automáticamente hace que caigamos en una apatía social y una resignación que rayan el absurdo, asumiendo que tenemos que pasar hambre porque hay una pandemia que ronda nuestros famélicos cerebros. Pero, ¿quién va a pagar la factura del covid19? ¿quién se va a hacer cargo de la cuenta?
Mientras toda la población era confinada en sus casas, muchas mujeres lo hacían con sus torturadores, condenadas a la agresión machista perpetua sin el amparo de la sociedad. Mientras el tejido industrial era protegido con fiereza por el Gobierno, las mujeres perdían sus trabajos, relegados al sector servicios, educación, cuidado y eran condenadas por enésima vez a la cría y protección de los más vulnerables, como siempre de manera gratuita y altruista. Mujeres prostituidas tuvieron que seguir ejerciendo porque sus deudas, adicciones, necesidades y proxenetas no entendían de seguridad sanitaria. Mientras la población aplaudía complaciente desde sus balcones, las mujeres se exponían a la enfermedad, mayoritarias entre el personal sanitario, cubrían el 84% del personal de residencias para mayores y personas dependientes.
Y cuando salimos de aquel encierro casi onírico, nos vemos condenadas a liderar las listas de la pobreza y la desigualdad. Encabezamos esas listas de la pobreza, por encima de los hombres. La precariedad laboral es nuestro castigo y la brecha de género nuestra condena. Dueñas de los salarios más bajos, siete de cada diez personas que perciben salarios mínimos son mujeres según Oxfam, la inseguridad alimentaria nos hace asiduas a las "colas del hambre". La conciliación sigue siendo el engaño de siempre acentuado ahora por el cierre de escuelas, residencias y el teletrabajo. Las mujeres asumimos el 70% de las tareas de cuidado, también de manera gratuita. Especial mención a las mujeres solas con hijxs, ocho de cada diez familias monoparentales las encabezan mujeres, las más vulnerables en este descenso a los infiernos, un círculo más. Sectores como el trabajo en el hogar, la hostelería, el comercio, altamente feminizados, tiemblan de paro y precariedad, se ahogan expuestos al covid19. La indigencia y la pobreza tienen cara de mujer, donde también hacemos podio por encima de los hombres. La pobreza tiene cara de mujer, pobreza para la que no hay respiradores, ni sedación terminal.
Una vez más seremos en esta crisis económica, las que trabajemos de manera gratuita, las más pobres, las más vulnerables, precarizadas y expuestas a la enfermedad. Seremos la caja de resistencia de la clase trabajadora. Seremos la sangre que se beberán los ricos mientras negocian con los obreros sus ayudas y convenios.
Estas fueron las palabras de Simone de Beauvoir, "No olvides jamás que bastará una crisis económica, política o religiosa para que los derechos de las mujeres vuelvan a ser cuestionados. Esos derechos nunca se dan por adquiridos. Debéis permanecer vigilantes durante toda vuestra vida."
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