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Opinión

Las colas del horror

Parroquias, Cáritas, Cruz Roja, asociaciones vecinales,  ONG, comedores sociales, bancos de alimentos y mucho voluntariado forman el grueso del conjunto social que se ha organizado

A día de hoy y tratando de recuperar el llamado "estado de normalidad" en nuestro país, y en concreto en la ciudad-Estado de Madrid , la indigencia, la mendicidad, las personas, en su mayoría hombres, que duermen en la calle y siguen mostrando a cualquier viandante sus búsquedas de comida en los residuos de contenedores siguen en aumento. Son los del peldaño más bajo de nuestra indigencia. Y están a nuestra vista día y noche. No tienen empadronamiento, documentación, ni papeles. Son parias andantes. Siempre han estado, pero no [email protected] veíamos.

Parroquias, Cáritas, Cruz Roja, asociaciones vecinales,  ONG, comedores sociales, bancos de alimentos y mucho voluntariado forman el grueso del conjunto social que se ha organizado -más de lo que ya estaban- para socorrer la hambruna, la falta de techo para familias enteras y la atención al elevado número de personas que, al comienzo del confinamiento, lo perdieron todo. “Mi vida entera se esfumó en un cuarto de hora. No podía pagar la hipoteca, perdí mis ingresos, tenía a mis dos niñas en casa y mi mujer también se quedó sin sus trabajos como limpiadora doméstica. Fue el apagón. Nos vimos en la calle”,  me cuenta Mariano, nombre ficticio de un varón de 34 años con estudios universitarios pero que trabajaba sin contrato. Igual que su esposa. Es el retrato-robot de una gran oleada de personas nuevas que comenzaron a agolparse por primera vez en su vida en estos lugares donde se habían enterado que podrían socorrerles.

El padre Luciano, de la parroquia vallecana más humilde, una especie de volcán erupcionando socorro en el magma social de las ringleras que diariamente y a todas las horas del día se forman en la puerta de un inmenso almacén repleto de comidas preparadas, productos de primera necesidad, higiénicos, alimentos no perecederos, cuyo voluntariado trabaja con suma celeridad abasteciendo a tanta persona necesitada. “Todo ha crecido un cien por cien. Desde siempre llevamos asistiendo a las personas más vulnerables, pero cuando la tragedia del virus cayó en la sociedad, aquí todo se multiplicó. Hay familias enteras, gente joven mujeres solas, criaturas con familiares enfermos, personas mayores y solas en la vida…..de todo por desgracia”.

¿Ustedes proporcionan lugar dónde pasar la noche y asearse tanto a familias como a personas solas?

Imposible. Nos rompe el corazón pero no podemos porque no es nuestra competencia ni tenemos estructura para estos servicios que son propios de la Comunidad de Madrid.

El padre Luciano desaparece de mi vista atrapado por infinidad de preguntas y problemas que solucionar. Un crack dedicado a la gente sin recursos y tan distinto de muchos de sus homólogos eclesiásticos, de esos que viven en lujosos áticos y se pasean por sus lugares sagrados disfrazados con largos apéndices de raso purpurado y cabeza tocada con birrete medieval, atavíos sólo defendibles para desfilar en las carrozas del Orgullo.

En calle Doctor Cortezo, la del Ave María, me persono a las ocho de la mañana y la fila ya da tres vueltas a la manzana. A las 9:00 horas abren para desayunos y comidas. Me llama la atención una señora de aproximadamente sesenta y algo, vestida, peinada y arreglada como para salir de merienda con sus amigas. Se llama Conchita y accede a charlar conmigo después de que le den la bolsa y en un lugar apartado. Se palpa la enorme vergüenza que le causa tener que estar en ese lugar. Sus ojos tristes y de mirada vacía en adjetivos me conmueven.

“Usted no sabe lo que he llegado a pasar y el bochorno que me causa  tener que acudir aquí a recoger comida porque la verdad es que no tengo nada. Mis criaturas han volado al ver que su padre tiene alzheimer y está a mi entero cuidado. Me ganaba la vida con lo único para lo que me educaron, dar clases de piano. ¿Y quién va a demandar esas asignaturas tan pasadas de moda? Mi casa estaba pagada de cuando mi esposo trabajaba pero yo he ido vendiendo, poco a poco, todo. Tan solo tenemos una cama y la mesa de la cocina con dos sillas. Ni televisor para que él pudiera distraerse. Llego casi la primera para que ninguna de mis vecinas me vea. Aquí me dan para comer dos personas cada día...”

Conchita seca sus lágrimas con un primoroso pañuelo bordado y ribeteado de puntillas. Me recuerda a mi madre y mis lágrimas se unen a las suyas. Le prometo sacar un televisor de donde sea y tímidamente me da su dirección porque el teléfono fijo está cortado.

Durante dos días estuve cubriendo esos lugares a los que sólo acuden [email protected] fantasmas sin cara, sin nombre supurando auras de abandono, esperanzas, ilusiones o parcelas de felicidad. Palabras que ya hace tiempo cambiaron su significado. Ahora sólo sobreviven gracias a la caridad y generosidad de una ciudadanía polifacética cuyos tentáculos han  tomado las riendas que el llamado Estado del Bienestar no sabe y no se le espera.

Todas las historias son más o menos igual de trágicas que las escogidas por razones de espacio.

 

 

 

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